Fiel a mi manía de empezar las explicaciones de atrás para adelante, voy a los ejemplos. Hasta ahora he hablado del tiempo del escritor y de la importancia de una rutina de trabajo; y sin embargo hay autores consagrados que deben escribir parte de sus obras en cuartos de hotel, aviones y restaurantes. Me pregunto dónde quedará la rutina para ellos. También hablé de la repetición de nombres, y allí lo tenemos al señor García Márquez, que hace de la repetición de nombres un alarde casi obsceno en su magnífica Cien años de soledad —posiblemente una de las mejores novelas jamás escritas—.
Casi nada de lo que se dirá (y se ha dicho) en estas entradas tendrá sentido para analizar la obra de escritores que conocen el oficio. No podría de ninguna manera hablarles a ellos. La premisa fundamental es que, como autor, todos nos movemos en una curva de aprendizaje que es notablemente pronunciada durante los primeros años —sí, años—. Y como a nadie se le ocurriría intentar cruzar el canal de la mancha a nado sin antes recorrer unos largos en la piscina, es que conviene tomar algunas precauciones a la hora de empezar. Y no se trata necesariamente de la longitud de tus escritos (aunque también es bueno empezar con textos breves), sino de los riesgos que corres. Los bodrios literarios, no sé bien por qué, son peores que el resto de los bodrios artísticos; no hay movimiento artístico que se apiade de un texto horrible, rebosante de adjetivos y frases pomposas y pretensiosas.
Ya lo dijo el gran King en su Mientras escribo: todo lo que toca hablar ahora será dentro de las cuatro paredes de tu estudio. No existen otros autores —menos esos que venden millonadas de libros—, ni los agentes literarios, ni la prensa, ni los lectores (aunque uno o dos dejaremos entrar en su momento). Estamos sólo tú y yo. Compartimos el gusto por escribir y el deseo de hacerlo decentemente. Nada más.
Ya llegará el momento de abrir la puerta. Por ahora seguirá cerrada.
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